Decía Azorín, no recuerdo si atribuyéndole el aserto a Joubert, que los
lugares mueren como los hombres, aunque parezcan subsistir. Y será cierto que
habrá paisajes, ciudades, parajes, que pertenecen a un momento único,
irrepetible de la historia y por eso también desaparecen aunque permanezca la
apariencia. No es éste sin embargo el caso de Santiago de Compostela, una
ciudad que es más que eso; es un evento que a fuerza de
mantener una tradición milenaria ha cogido hechuras de un paisaje intemporal,
ajeno a los siglos y al paso de la historia. Es muy fácil descubrir en cada uno
de sus rincones, a cuál más bello, cómo nada en ella ha cambiado y cómo todo es
uno y lo mismo.
Es año santo y la ciudad se brinda acogedora y risueña a miles de viajeros, turistas y peregrinos que parecen haber sido convocados a esta cita tras un extraño conjuro. Después de la noche de jolgorio y diversión (ese bullicio de bares y tabernas, esas callecitas tan animadas, la música en cada esquina, la tuna de Derecho apurando las últimas horas y los últimos cantos en el Café Estela) la ciudad se dispone a dormir feliz a la espera del nuevo milagro, el nuevo día que traerá las mismas imágenes deliciosas, los mismos ritos y una misma emoción. Aunque aún está la canícula de agosto, una nube negrísima y amenazante cubre la ciudad entera, privándola de la blanca bóveda de estrellas de la Vía Láctea y de los mismos llantos de san Lorenzo.
Está amaneciendo y el día se ha despertado con una intensa lluvia que vuelve a pulir los empedrados de las calles y las recias piedras de casas y soportales. Pese a ello, desde primera hora van entrando en la ciudad, avanzan por sus calles fatigados caminantes a través de la ruta de callecitas ya milenaria (Rua das Casas Reais, Rua di Acibecheria, y antes la plaza de Cervantes y la Capela do Animas...). Lo cierto es que no se entiende Santiago sin esta lluvia machacona y tenaz. La lluvia arrecia para hacerse chaparrón y un viento desmedido dificulta el paso de los peregrinos; pero nada de esto importa; están ya muy cerca de esa meta soñada durante tantas jornadas y su único deseo, poderoso, es abrazar cuanto antes al Apóstol.
Vienen cargados con sus pesadas mochilas que ahora, ante la inclemencia del cielo, cubren de plásticos (impermeables de mil colores), ayudados de unos gastados bordones de madera que hollaron muchos caminos. En esta hora del alba, los veo pasar derrengados pero felices, apresurados en una riada que no cesa, a través de las empañadas cristaleras del Café Literarios (aroma de café antiguo, bohemia y crápula —a esa hora, una mujer con vaqueros y pinta de alternativa se emplea en traspasar a un cuaderno extraños pentagramas—); desde aquí es fácil rememorar aquel batallón de estudiantes (aquella milicia de jóvenes literarios) que formaban en la plaza colindante dispuestos a hacer frente al mísmisimo Napoleón (una inmensa cruz y una solemne placa de piedra los habrá de recordar por los siglos).
Mientras bajan las amplias escalinatas de la Plaza de Quintana, ya a la vista la Catedral y la puerta Santa, los fatigados peregrinos no pueden evitar expresar su entusiasmo ante esa primera visión del templo, bellísima, inolvidable; su alborozo al haber ultimado con éxito ese sueño de tantos días arrastrando sus pasos por los campos de Castilla y por los bosques gallegos. Al alcanzar el templo y cruzar esa puerta sagrada (antesala del Apóstol), algunos lloran y muchos se abrazan emocionados para sellar así la camaradería de aquellas jornadas de días atrás pobladas de alegrías, de sueños compartidos, pero también de sinsabores y penalidades (esas inevitables ampollas, esas dolorosas tendinitis, esas pequeñas pero molestas lesiones) que les deparó el Camino misterioso.
Es aún muy temprano pero ya el templo está atestado. Desde muy pronto, viejos curas que parecen salidos de otro tiempo, abren sus confesionarios (esos garitos en los que se vierten pecados, culpas y penas), encienden sus lucecitas dispuestos a pasarse mucho tiempo escuchando flaquezas, culpas extrañas, limpiando los pasados de quienes han pretendido encontrar una vida nueva con este peregrinaje. Ya a esta hora la catedral es un hervidero de fieles, capillas, cultos, rezos, cantos y misas que celebran unos sacerdotes ceremoniosos, ataviados con hábitos y ornamentos de vistosos colores fabricados con paños suntuarios. Se respira fe, espiritualidad; los peregrinos toman asiento en las bancas para poder seguir lo más cerca posible esa fastuosa Misa del Peregrino que acabará con ese impresionante, asombroso vaivén final del botafumeiro. Otros sólo entran para extasiarse, curiosos ante este espectáculo, y unirse ellos también —inútilmente— a esos ritos seculares, abrazando sin demasiada convicción al santo y, sobre todo, empeñados en afinar su inteligencia —seguro que también inútilmente— golpeando temerariamente con su cráneo la cabeza del san dos Croques.
Todo esto va pasando en esta ciudad increíble. Un amanecer más en este lugar mágico, como tantos otros amaneceres de tantos otros años santos, siempre iguales pero siempre distintos. Porque en Santiago siempre hay una alborada agitada y feliz, bella y misteriosa, que llena cada día este campo de estrellas de vidas peregrinas que pretenden encontrarse de nuevo, renacer a la vida descargando allí sus sueños fabulosos.
Es año santo y la ciudad se brinda acogedora y risueña a miles de viajeros, turistas y peregrinos que parecen haber sido convocados a esta cita tras un extraño conjuro. Después de la noche de jolgorio y diversión (ese bullicio de bares y tabernas, esas callecitas tan animadas, la música en cada esquina, la tuna de Derecho apurando las últimas horas y los últimos cantos en el Café Estela) la ciudad se dispone a dormir feliz a la espera del nuevo milagro, el nuevo día que traerá las mismas imágenes deliciosas, los mismos ritos y una misma emoción. Aunque aún está la canícula de agosto, una nube negrísima y amenazante cubre la ciudad entera, privándola de la blanca bóveda de estrellas de la Vía Láctea y de los mismos llantos de san Lorenzo.
Está amaneciendo y el día se ha despertado con una intensa lluvia que vuelve a pulir los empedrados de las calles y las recias piedras de casas y soportales. Pese a ello, desde primera hora van entrando en la ciudad, avanzan por sus calles fatigados caminantes a través de la ruta de callecitas ya milenaria (Rua das Casas Reais, Rua di Acibecheria, y antes la plaza de Cervantes y la Capela do Animas...). Lo cierto es que no se entiende Santiago sin esta lluvia machacona y tenaz. La lluvia arrecia para hacerse chaparrón y un viento desmedido dificulta el paso de los peregrinos; pero nada de esto importa; están ya muy cerca de esa meta soñada durante tantas jornadas y su único deseo, poderoso, es abrazar cuanto antes al Apóstol.
Vienen cargados con sus pesadas mochilas que ahora, ante la inclemencia del cielo, cubren de plásticos (impermeables de mil colores), ayudados de unos gastados bordones de madera que hollaron muchos caminos. En esta hora del alba, los veo pasar derrengados pero felices, apresurados en una riada que no cesa, a través de las empañadas cristaleras del Café Literarios (aroma de café antiguo, bohemia y crápula —a esa hora, una mujer con vaqueros y pinta de alternativa se emplea en traspasar a un cuaderno extraños pentagramas—); desde aquí es fácil rememorar aquel batallón de estudiantes (aquella milicia de jóvenes literarios) que formaban en la plaza colindante dispuestos a hacer frente al mísmisimo Napoleón (una inmensa cruz y una solemne placa de piedra los habrá de recordar por los siglos).
Mientras bajan las amplias escalinatas de la Plaza de Quintana, ya a la vista la Catedral y la puerta Santa, los fatigados peregrinos no pueden evitar expresar su entusiasmo ante esa primera visión del templo, bellísima, inolvidable; su alborozo al haber ultimado con éxito ese sueño de tantos días arrastrando sus pasos por los campos de Castilla y por los bosques gallegos. Al alcanzar el templo y cruzar esa puerta sagrada (antesala del Apóstol), algunos lloran y muchos se abrazan emocionados para sellar así la camaradería de aquellas jornadas de días atrás pobladas de alegrías, de sueños compartidos, pero también de sinsabores y penalidades (esas inevitables ampollas, esas dolorosas tendinitis, esas pequeñas pero molestas lesiones) que les deparó el Camino misterioso.
Es aún muy temprano pero ya el templo está atestado. Desde muy pronto, viejos curas que parecen salidos de otro tiempo, abren sus confesionarios (esos garitos en los que se vierten pecados, culpas y penas), encienden sus lucecitas dispuestos a pasarse mucho tiempo escuchando flaquezas, culpas extrañas, limpiando los pasados de quienes han pretendido encontrar una vida nueva con este peregrinaje. Ya a esta hora la catedral es un hervidero de fieles, capillas, cultos, rezos, cantos y misas que celebran unos sacerdotes ceremoniosos, ataviados con hábitos y ornamentos de vistosos colores fabricados con paños suntuarios. Se respira fe, espiritualidad; los peregrinos toman asiento en las bancas para poder seguir lo más cerca posible esa fastuosa Misa del Peregrino que acabará con ese impresionante, asombroso vaivén final del botafumeiro. Otros sólo entran para extasiarse, curiosos ante este espectáculo, y unirse ellos también —inútilmente— a esos ritos seculares, abrazando sin demasiada convicción al santo y, sobre todo, empeñados en afinar su inteligencia —seguro que también inútilmente— golpeando temerariamente con su cráneo la cabeza del san dos Croques.
Todo esto va pasando en esta ciudad increíble. Un amanecer más en este lugar mágico, como tantos otros amaneceres de tantos otros años santos, siempre iguales pero siempre distintos. Porque en Santiago siempre hay una alborada agitada y feliz, bella y misteriosa, que llena cada día este campo de estrellas de vidas peregrinas que pretenden encontrarse de nuevo, renacer a la vida descargando allí sus sueños fabulosos.

Nunca he hecho el camino pero creo que merece la pena. Cada cual le encontrará su propio sentido. Un abrazo.
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