sábado, 24 de enero de 2015

ONÉSIMO REDONDO

ONÉSIMO REDONDO


Me alegro de que sea la derecha pepera la que quite el monumento, pues es una muestra más de que luchó por los débiles y entregó su oficio a ellos. Su nombre no obstante permanecerá: la gran Cooperativa remolachera de Castilla se llama ACOR (Asociación Cooperativa Onesimo Redondo). Seguro que le quitarán el nombre, pero y el de MAPFRE, nacida en plena república (Mutua Agropecuaria Propietarios Fincas Rústicas España). ¿Le afectará esa sucia ley?
Una ley sectaria, maniquea, esencialmente injusta y podrida que agrede a la mitad de los españoles, propiciada en su día por comunistas y socialistas. Lo de Onésimo es la peor de las barbaridades de esta ley indigna. Onésimo era un joven abogado católico, que se esforzó en la defensa de los pequeños agricultores de remolacha en Castilla, consiguiendo unos notable éxitos sindicales en defensa de esos indefensos agricultores. Por eso se le llamó el Caudillo de Castilla. No tuvo tiempo de hacer mal pues murió en los primeros días de la Cruzada en Labajos (Ávila).

domingo, 11 de enero de 2015

AMANECE EN SANTIAGO


Decía Azorín, no recuerdo si atribuyéndole el aserto a Joubert, que los lugares mueren como los hombres, aunque parezcan subsistir. Y será cierto que habrá paisajes, ciudades, parajes, que pertenecen a un momento único, irrepetible de la historia y por eso también desaparecen aunque permanezca la apariencia. No es éste sin embargo el caso de Santiago de Compostela, una ciudad que es más que eso; es un evento que a fuerza de mantener una tradición milenaria ha cogido hechuras de un paisaje intemporal, ajeno a los siglos y al paso de la historia. Es muy fácil descubrir en cada uno de sus rincones, a cuál más bello, cómo nada en ella ha cambiado y cómo todo es uno y lo mismo.
Es año santo y la ciudad se brinda acogedora y risueña a miles de viajeros, turistas y peregrinos que parecen haber sido convocados a esta cita tras un extraño conjuro. Después de la noche de jolgorio y diversión (ese bullicio de bares y tabernas, esas callecitas tan animadas, la música en cada esquina, la tuna de Derecho apurando las últimas horas y los últimos cantos en el Café Estela) la ciudad se dispone a dormir feliz a la espera del nuevo milagro, el nuevo día que traerá las mismas imágenes deliciosas, los mismos ritos y una misma emoción. Aunque aún está la canícula de agosto, una nube negrísima y amenazante cubre la ciudad entera, privándola de la blanca bóveda de estrellas de la Vía Láctea y de los mismos llantos de san Lorenzo.
Está amaneciendo y el día se ha despertado con una intensa lluvia que vuelve a pulir los empedrados de las calles y las recias piedras de casas y soportales. Pese a ello, desde primera hora van entrando en la ciudad, avanzan por sus calles fatigados caminantes a través de la ruta de callecitas ya milenaria (Rua das Casas Reais, Rua di Acibecheria, y antes la plaza de Cervantes y la Capela do Animas...). Lo cierto es que no se entiende Santiago sin esta lluvia machacona y tenaz. La lluvia arrecia para hacerse chaparrón y un viento desmedido dificulta el paso de los peregrinos; pero nada de esto importa; están ya muy cerca de esa meta soñada durante tantas jornadas y su único deseo, poderoso, es abrazar cuanto antes al Apóstol. 
Vienen cargados con sus pesadas mochilas que ahora, ante la inclemencia del cielo, cubren de plásticos (impermeables de mil colores), ayudados de unos gastados bordones de madera que hollaron muchos caminos. En esta hora del alba, los veo pasar derrengados pero felices, apresurados en una riada que no cesa, a través de las empañadas cristaleras del Café Literarios (aroma de café antiguo, bohemia y crápula —a esa hora, una mujer con vaqueros y pinta de alternativa se emplea en traspasar a un cuaderno extraños pentagramas—); desde aquí es fácil rememorar aquel batallón de estudiantes (aquella milicia de jóvenes literarios) que formaban en la plaza colindante dispuestos a hacer frente al mísmisimo Napoleón (una inmensa cruz y una solemne placa de piedra los habrá de recordar por los siglos).
Mientras bajan las amplias escalinatas de la Plaza de Quintana, ya a la vista la Catedral y la puerta Santa, los fatigados peregrinos no pueden evitar expresar su entusiasmo ante esa primera visión del templo, bellísima, inolvidable; su alborozo al haber ultimado con éxito ese sueño de tantos días arrastrando sus pasos por los campos de Castilla y por los bosques gallegos. Al alcanzar el templo y cruzar esa puerta sagrada (antesala del Apóstol), algunos lloran y muchos se abrazan emocionados para sellar así la camaradería de aquellas jornadas de días atrás pobladas de alegrías, de sueños compartidos, pero también de sinsabores y penalidades (esas inevitables ampollas, esas dolorosas tendinitis, esas pequeñas pero molestas lesiones) que les deparó el Camino misterioso.
Es aún muy temprano pero ya el templo está atestado. Desde muy pronto, viejos curas que parecen salidos de otro tiempo, abren sus confesionarios (esos garitos en los que se vierten pecados, culpas y penas), encienden sus lucecitas dispuestos a pasarse mucho tiempo escuchando flaquezas, culpas extrañas, limpiando los pasados de quienes han pretendido encontrar una vida nueva con este peregrinaje. Ya a esta hora la catedral es un hervidero de fieles, capillas, cultos, rezos, cantos y misas que celebran unos sacerdotes ceremoniosos, ataviados con hábitos y ornamentos de vistosos colores fabricados con paños suntuarios. Se respira fe, espiritualidad; los peregrinos toman asiento en las bancas para poder seguir lo más cerca posible esa fastuosa Misa del Peregrino que acabará con ese impresionante, asombroso vaivén final del botafumeiro. Otros sólo entran para extasiarse, curiosos ante este espectáculo, y unirse ellos también —inútilmente— a esos ritos seculares, abrazando sin demasiada convicción al santo y, sobre todo, empeñados en afinar su inteligencia —seguro que también inútilmente— golpeando temerariamente con su cráneo la cabeza del san dos Croques. 
Todo esto va pasando en esta ciudad increíble. Un amanecer más en este lugar mágico, como tantos otros amaneceres de tantos otros años santos, siempre iguales pero siempre distintos. Porque en Santiago siempre hay una alborada agitada y feliz, bella y misteriosa, que llena cada día este campo de estrellas de vidas peregrinas que pretenden encontrarse de nuevo, renacer a la vida descargando allí sus sueños fabulosos.



EL MAESTRO TELLERÍA

Os descubriré un secreto guardado no sé por qué razones, y es el del maestro compositor del Cara al sol, uno de los tres himnos más cantados del mundo. El título de su partitura no era “Cara al sol”, sino “Amanecer en Zegama”, una perdida aldea de Guipúzcoa que pese a ser sumamente etarra (antes lo fue sumamente carlista) aun mantiene la calle del compositor, el maestro falangista Juan Tellería.

Y es bello el origen del “Cara al sol”, o de sus acordes. Aún no se había fundado Falange y el maestro que veis debajo de esta entrada tendría mal de amores y por eso un amanecer de invierno frío irrumpió en la iglesia de Zegama para subir al órgano y trazar los sublimes acordes por los que muchos muchachos azules dieron su vida. A José Antonio le impresionaron esos acordes deliciosos y sublimes para incorporarlos, o trenzarlos, a los versos de los suyos y de él mismo, y su liturgia.

Juan Tellería hizo posible el milagro de un himno que pasará a la historia a partir de ese amanacer en Zegama.


juan+telleri%CC%81a.jpg

jueves, 8 de enero de 2015

LA LUZ

(Rafael García Serrano, El Alcazar, 1983)

Al escribir de carrerilla, casi mirando al calendario, la fecha de hoy, me he dado cuenta del día en que vivimos, al menos del día en que vivimos/morimos unos cuantos. En esta jornada municipal y torva, con un Madrid donde hay reservas para travestis como en los Estados Unidos para indios sioux. A estos y otras tribus, el Gran Jefe Blanco, en paz o en guerra, los cambiaba de praderas y tierras de caza, como quien se cambia de pensión, pero siempre tirando a peor. Aquí, no sé si en paz o en trifulca, el Gran Viejo Profesor –Gran Padre Blanco de los madriles– los traslada también a otras praderas de caza, de María de Molina a Vitrubio. Y de repente es como si me encontrase en el extranjero, a mil leguas del Madrid que yo conocí, incluso en tiempos malos, y me parece imposible que se diese tal día como hoy en este Madrid que es una pulpa sucia y apestosa, y en una mañana tan clara como la de hogaño, la consigna para toda una generación de españoles.
Muchas veces he contado que yo participé del discurso de José Antonio de una manera casual, auditiva, y a rachas, a través de la radio de un barecito de la Corredera Alta, con un grupo de estudiantes del Norte, navarros en su mayoría, que allí tomábamos el aperitivo. Bien, la anécdota es lo de menos, el caso es que por unas y otras cosas aquellas palabras han marcado mi vida y la de todos mis camaradas; los de mi promoción y mi contorno, los más queridos, ya en el otro mundo, por razones de sacrificio, de ley natural y de asco. Y uno piensa cuántos otoños, inviernos, primaveras y veranos han transcurrido desde entonces y cuántas ilusiones, cuántos esfuerzos, cuánta sangre, cuánto heroísmo, cuánto miedo dominado, cuánta luz ha transcurrido desde entonces y cuántos caminos abiertos se han cerrado, por el momento, al parecer, definitivamente. En el mundo todo da vueltas y en España más.
Sólo cerca del final acierta uno a ver en qué instante se decidió su vida de manera indomeñable, salvo falta de decoro. Para mí fue aquel lejano 29 de octubre de 1933, como para otros muchos, al correr del tiempo, hasta llegar a los emocionantes jóvenes y adolescentes de hoy, que han recogido el relevo sin temblarles el pulso, con la exactitud de un buen atleta, y que conocen la doctrina y hasta la manera de ser que se anunció aquel día, cincuenta y un años hace, mejor que nosotros los viejos, porque nosotros todo aquello lo vimos nacer y crecer junto a las aulas, los campos de España, los talleres y las fábricas, primero en el corazón de manera abrumadora y luego más intelectualmente. Pero estos jóvenes que a veces aparecen por mi casa han elegido la doctrina falangista, la doctrina joseantoniana –y en ella resumo todas las aportaciones originales de otros compatriotas– de un modo intelectual, preferentemente, aunque luego les ha desbordado el corazón, eligiendo entre otras muchas y cómodas ofertas y en instantes, ya largos, ya demasiado largos, de abatimiento nacional, cuando España agoniza.
Si repaso mi vida, como quien hace examen de conciencia, veo que todo su acontecer transcurre como un río brotado de aquel lejano nacedero, en razón de aquel domingo, de aquellas palabras y de las que sucesivamente fue predicando José Antonio por España, durante tres años, hasta su muerte, que aún duele y angustia como si fuese hoy. Las riberas de este río han visto mucha historia, rebeliones, guerras, Itálicas destruidas fulminantemente e Itálicas renacientes, ordenadas, florecidas al sol, y esto sólo con una pequeña brisa procedente de aquel nacedero, no con el viento varón que pudo haber engendrado o que no se aprovechó del todo para mover los molinos de la Patria, no sólo los del bienestar, sino aquellos que engendran los bienes del espíritu, de la fortaleza del país que fue llamado a cumplir una misión tal día como hoy.
Ya vivo en pleno invierno, en esa soledad reflexiva y tierna que da el vestíbulo de la vejez. Y si hay algo de lo que me sienta contento es de mi fidelidad a aquel hombre y a aquella fecha y de esa candela abrasadora que me ilumina en esta oscuridad y que un día será luz de la madre España.